Quilca, Lima, 2012
—Disculpe
maestro, ¿tendrá el libro de Robert Graves… «Los mitos griegos»?
—¡Claro
que sí, jovencito! Pase por acá… puede ir viendo algunos otros libros con confianza,
ahorita se lo traigo.
—¡Ah,
Chévere!, gracias.
Mientras
esperaba a que el maestro me traiga el libro noté que habían varios, ¿qué digo
varios?, muchos, abundantes, demasiados libros de filosofía, historia,
literatura, religión, política, arte, derecho, sociología y demás. A donde
volteaba habían libros. La variedad de textos que encontré en aquel lugar
simplemente fue magnífico. Empecé a revisar algunos textos que estaban
colocados unos sobre otros y entre mis manos tuve libros de Mariátegui,
Vallejo, Chocano, Bécquer, Neruda, Manrique, seguí con una fila del costado y
revisé textos de Descartes, Pascal, Kant, Hegel, Nietzsche, Schopenhauer y
luego ¿libros sobre la segunda guerra mundial, nazismo, biografías de Napoleón,
Gandhi, Mao Tse Tung, Luis XIV? «¿Qué hacen aquí estos textos?» me pregunté y
en eso, salió el maestro con un par de libros en sus manos y me dijo:
—¡Mira!
Aquí está el texto de Robert Graves, lo tengo en estas dos ediciones, una azul de
tapa dura y otra más pequeña de Alianza Editorial, pero también tengo otros
textos de mitología griega de otros autores, por si te interesan.
—¿Los
puedo revisar?
—Con
confianza, jovencito, es más, pásame tu mochila, yo te la cuido para que
revises con calma y con paciencia.
—Pues
gracias míster, tome.
—¡Asu!
¿No me digas que cargas piedras muchacho? Tu mochila está algo pesada.
—Ja,
ja, ja, no son piedras, son libros que compré esta mañana en Amazonas y de ahí
me vine para acá.
—Ya
veo, jovencito, eres un amante lector entonces, mmm…, aunque por tu pinta…
tienes pinta de filósofo o poeta, con cabello largo amarrado con esa gran cola,
flaco y lleno de libros. Dime, ¿eres de filosofía o de literatura?
—Soy
de Filosofía.
—¿De
San Marcos o Villareal?
—De
la Ruiz.
—¿Ruiz,
Ruiz? ¡Ah, la Pedro Ruiz Gallo!
—Ja,
ja, ja, no. Soy de la Ruíz de Montoya de Pueblo Libre.
—¡Ah,
caramba! Entonces has llegado al lugar preciso para tus libros de filosofía.
—¿Cómo
así?
—Tengo
cantidad de libros de filosofía y no solo me refiero a los que ves acá, allá al
fondo detrás de esa puerta, tengo más.
—¿La
puerta roja?
—No,
jovencito, ese es el baño, al otro lado me refiero.
—¡Oh!,
¡ah ya! Sorry.
—Así
que si no encuentras lo que buscas en estos libros, adentro fácil puede estar
lo que busques, así que con confianza y paciencia busca.
—Muchas
gracias, señor.
—El
señor está en los cielos, llámame Mario.
—Entonces,
eh… gracias ¿don Mario?
—Sí.
—Bien, me llevaré esta edición de
Robert Graves y estos dos que vi… «Más allá del bien y del Mal» (Nietzsche),
este de Bécquer y este libro titulado «Los estoicos».
—¡Te
llevas el libro de Brun, «Los estoicos»! Es una joyita, ya cuando llegues a la
tercera parte del libro sobre la sabiduría estoica lo sabrás.
—Con
lo que me dijo, ya me dio curiosidad y ni bien llegue a mi casa será lo primero
que leeré, pero dígame, ¿cuánto por los libros?
—Veamos,
Robert Graves, Nietzsche, Bécquer y Brun te salen…
Mientras
vi que lo pensaba, por unos segundos pensé que me iba a aplicar el «derecho de
piso» (cobrarme caro), ya que era la primera vez que ingresaba a su librería.
Sin embargo, todo cambió cuando me dijo…
—Te
salen treinta y cinco soles, pero mira, para que vuelvas otro día, dame solo
treinta solcitos.
En verdad
pensé que me iba a decir cincuenta soles, ya que la edición de Graves de tapa
dura y el libro de Nietzsche, también en tapa dura y en original sumaban dos
veces más de lo que me dijo. Como si fuera poco, cuando metió los libros a una
bolsa blanca, me dijo:
—Espera,
antes que te vayas, llévate este librito.
—¿«Máximas
de Epicteto»?, pero no cuento con más plata, solo tengo para mi pasaje, don
Mario.
—No
te lo estoy vendiendo, te lo estoy obsequiando, digamos que es tu yapa del día.
—¡La
verdad he quedado sorprendido!, no hay duda que así no solo le prometo volver,
sino que recomendaré a mis amigos de la universidad que vengan a comprarle.
—Claro,
joven, trae a tus amigos y recibirán el mismo trato que te di, tráelos nomás
con confianza, cuando gustes.
—¡Gracias,
don Mario!
«Actualidad»
Desde
ese día, cada vez que visitaba Quilca o salía a cazar libros por plaza Francia
o jirón Camaná, siempre iba a visitar la librería de don Mario y a comprarle un
par de libros. Varias veces fui solo o iba con mi mejor amigo, Joan y le
comprábamos entre cuatro a ocho libros. Siempre tenía novedades y joyas a
precios muy cómodos, libros que en otros lugares te costaban cincuenta, sesenta
o setenta soles, lo encontrabas a treinta o treinta y cinco soles, y si le
comprabas algunos más, siempre te hacía buenos descuentos.
Recuerdo
que un día que salí del cine con Nella, le hablé de don Mario. Nella es una
gran lectora de filosofía y derecho, pero también admiro en ella su pasión por
los libros de sociología y política. Con Nella fuimos varios sábados por la tarde.
En cierta oportunidad, Nella me vio concentrado buscando libros en su librería
y me tomó una foto en plena búsqueda. Llegábamos desde las cuatro y nos
quedábamos a revisar y comprar libros en su librería hasta las siete y treinta
de la noche, algunas veces se notaba que don Mario nos quería decir «ya
jóvenes, ya voy a cerrar», pero nos dejaba y con paciencia nos esperaba a que
terminemos de buscar para comprarle y así retirarnos satisfechos con la
cacería. Un sábado cuando nos despedimos, don Mario se me acercó y en voz baja
me dijo:
—Te
dije sesenta soles por los libros, pero dame treinta nomás, ya los otros
treinta me lo pagas la próxima vez que estés por aquí. Más bien con esos
treinta tomen algún jugo o vayan a comer algo, pues la señorita que siempre te
acompaña es muy linda y mujeres bellas y lectoras, en estos tiempos se ve muy
poco.
Le agradecí su consejo y así
lo hicimos. Nella y yo fuimos a tomar un café con alfajores y a platicar de los
libros que compramos.
En
otras oportunidades fui con otros amigos a quienes les platicaba de un «maestro
de los libros» y ellos querían conocerlo. Siempre que iba, don Mario tenía su
gente, otros jóvenes y cazadores de libros que ingresaban a su librería a
revisar y a comprarle textos. Pero varias veces también observé que profesores,
literatos, poetas y escritores lo visitaban para comprarle. Abogados de prestigio
y jueces también le compraban libros sobre la segunda guerra mundial, historia
del arte, enciclopedias universales (tomos) o colecciones de obras completas en
primeras ediciones que don Mario solía guardar en algunas cajas debajo de los
mostradores de sus libros o bien, los sacaba de la habitación del fondo.
Uno de
esos sábados por la tarde que fui a comprar libros, noté algo extraño en su mirada
y en su trato. Fue la primera vez que lo noté serio cuando me saludó. De
pronto, dos jóvenes ingresaron a su librería y don Mario les dijo:
—Sí,
¿qué buscan? —en tono serio, incluso como si estuviera renegando.
—Busco
un libro, ¿qué, no puedo? —respondió uno de los jóvenes.
—Mira,
si no vas a comprar, mejor no toques nada, déjalo ahí y vete.
—Está
bien, mejor me voy.
Los dos
jóvenes se fueron y después de un par de minutos le pregunté:
—Don
Mario, ¿por qué los trató así?
—Desde
hace rato he notado que hay muchos curiosos o ‘rateritos’ que solo entrar para
curiosear y no compran nada, pero otros entran para aprovechar un descuido y
esconder un libro en su casaca… ¡si no los conoceré!
—Entiendo,
nunca faltan personas así en todos lados.
—¡Ya
me pasó! Por la mañana, un joven que estuvo por aquí se llevó un libro y por
eso estoy amargo, a veces por confiado algunos abusan y eso me irrita, me
malogran el día.
Seguramente,
algunas personas pensarán que don Mario era un señor amargado y renegón, pero ¿quién
no se ha molestado o tuvo algún mal día para estar con el ánimo airado? Ante
todo, las emociones y pasiones siempre estarán con nosotros porque somos seres
humanos. Hay días buenos y hay días malos, por mi parte, solo diré que la
mayoría de veces que visité a don Mario durante estos años, en su rostro no
solo notaba la alegría y la dedicación (pasión) mientras cuidaba sus libros,
los ordenaba o los ofrecía para que las personas lo revisaran tranquilo. Fueron
varias las veces que notaba la mirada de un hombre noble, sencillo, humilde y
sensato; amable con los que hay que serlo y cauteloso o receloso con los que
hay que cuidarse.
En otra
oportunidad le pregunté —a manera de broma— si había leído todos los libros que vende y me dijo
que eso sería imposible, luego añadió que aunque ha leído bastante, al menos de
cada libro tuvo que leer algunas páginas y los que le gustaba o le agradaba (se
enganchaba) los terminaba de leer.
Pasaban
los días, las semanas, los meses y las cacerías de libros siguieron cada quince
días y de preferencia los viernes por las tardes o sábados. Todo iba bien hasta
que llegó la pandemia el año pasado y se paralizaron muchas cosas.
La
última vez que vi a don Mario fue el primer sábado de diciembre. Me reuní con
un gran amigo y con mi asistente. Nos colocamos nuestras mascarillas y con las
medidas de seguridad respectivas fuimos a comprar libros al centro de Lima.
Como era costumbre, me gustaba cerrar el día en la librería de don Mario. Una
vez que llegamos sentí una profunda nostalgia. Después de nueve meses que no lo
veía y aunque ahora estaba con su mascarilla y no me reconoció a la primera por
mi doble mascarilla y protector facial, le dije que era yo, Daniel, el filósofo
de la Ruiz y entonces su mirada cambió y siempre con los ánimos y la alegría
que lo caracterizó nos dijo que pasáramos. Al verme y reconocerme, se
sorprendió y me dijo:
—¡Te
veo más flaco, Daniel, pero tu semblante está bien! ¿Por qué no has venido
antes?
—Recién
desde hace un mes estoy saliendo, don Mario, mi trabajo (ahora virtual por zoom
o google meet) ya casi ni me da tiempo de salir de casa, por eso envío a mi
asistente, el joven que está ahí con el libro de literatura universal en su
mano, para que me recoja los libros que compro por internet. Pero ahora estoy
aquí y dispuesto a llevarle más libros, como siempre.
—Me
da gusto saber que estás bien y que este virus no te haya tocado, más bien, te
guardé el libro que me habías pedido hace tiempo, espérame aquí.
Nuevamente,
don Mario se alejó e ingresó a ese pequeño cuarto del fondo. Por mi parte, me
puse a revisar los libros que estaban en los estantes. De pronto salió y me
dijo:
—¡Toma!
Este libro era el que me pediste, pero no recuerdo si fue este año antes de la
pandemia o el año pasado, el caso es que acá está.
—¡Don
Mario! ¡Efectivamente! ¡Este era el libro que estaba buscando!
De la
emoción, casi se me cae la mascarilla, pero no pasó eso. Se trataba de un libro
de Séneca titulado «Epigramas» en latín-español (bilingüe) y en la versión de
Roberto Heredia Correa. En verdad, pensé que no encontraría jamás ese libro en
original y don Mario lo hizo. Fue así como recordé que le había dicho que si me
lo conseguía le pagaría el doble de su valor y don Mario lo anotó en una
pequeña libreta. Al ver mi alegría, don Mario me dijo:
—Ese
libro me cayó justo una semana antes de la cuarentena de marzo, vino aquí un
joven con un pequeño costal de libros y ahí estaba. Yo le compré varios sin
fijarme en los nombres, pero luego, cuando ya con calma los empecé a limpiar y
revisar, vi uno que decía «Séneca» y recordé que justo tú viniste hace una semana
a dejarme este encargo y al ver mi libretita coincidió hasta con el título del
libro y te lo guardé.
—¡Gracias
don Mario! Recuerdo que le dije que le pagaría el doble, pero ¿sabe qué? Tome
cien soles.
—¡No
Danielito, no! Este libro no vale ese precio, dame solo treinta solcitos.
—¡No
don Mario, no! No se preocupe, en ese caso tomes los treinta de este cien y
quédese con el cambio.
—Pues
muchas gracias, Danielito.
Como ya
tenía años de conocerlo, le pregunté cómo estuvo todo este tiempo de pandemia
por la zona y me dijo que algunos libreros han abierto y otros siguen cerrados,
pero en su caso, él seguiría porque los libros no conocen de virus y la lectura
sigue siendo el gran alimento para seguir culturizándonos por más pandemia que
vivamos. Mi amigo, mi asistente y yo le compramos varios libros y nos
despedimos, le dije que pronto volvería y me dijo «cuando gustes, siempre
estaré aquí».
Sin
embargo, hoy me acabo de enterar una trágica y lamentable noticia. Don Mario
falleció. Describir la causa de su muerte no viene al caso, pues ya sabrán a
qué se debe. El maestro de los libros, tal como lo llamaba, simplemente se nos
adelantó. Más de doscientos libros de mi biblioteca fueron gracias a él por
todos estos años que le compré. Definitivamente, cuando pase la pandemia o
disminuya nuevamente la agresividad del virus y tenga que darme una vuelta por
el centro de Lima, se sentirá un vacío y una profunda tristeza al ver su
librería cerrada por un tiempo, hasta que alguna de sus hijas abra nuevamente
su local, pero sé que no será lo mismo sin su presencia.
¡Gracias
don Mario por todos estos años de gratas tertulias y libros! Ahora se encuentra
en el paraíso de Borges junto a todos aquellos libreros inmortales. Para los que
lo conocimos, usted siempre estará presente en nuestros corazones y será
inmortal en nuestras bibliotecas.
………………………….
Cuento
dedicado a don Mario Cullanco López, librero inmortal.
Autor:
David Efraín Misari Torpoco
26 de
febrero de 2021
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