lunes, 27 de mayo de 2019

¿Cómo lee un corrector de estilo?

Voy a concentrarme en este breve texto en intentar precisar algunas ideas fundamentales sobre el corrector de estilo como lector profesional. Antes es necesario dar cuenta de algunos rasgos de la corrección.
  1. La corrección de estilo no es un pasatiempo. Hay una enorme diferencia entre hacer crucigramas, sopas de letras, scrabble, el ahorcado o quemado, u otro juego de o con las palabras… y sentarse de seis a diez horas a leer con el fin de revisar y ajustar textos de diversa índole, procedencia y destino.
  2. La corrección de estilo es un oficio. No podemos decir que la corrección de estilo sea una profesión, aunque la desempeñen personas tituladas y no tituladas. Importa destacar, más bien, que es un “trabajo”, una manera de ganarse la vida, algo por lo que se cobra y se paga.
  3. La corrección de estilo es control de calidad. Se trata de una fase del proceso de producción del texto, sea en un entorno industrial (editorial) o informal. La calidad de un texto se observa en rasgos de distinto orden, como su legibilidad, comprensibilidad, coherencia, solidez conceptual, unicidad semántica, homogeneidad tipográfica, entre otros.
  4. La corrección de estilo demanda recursos para su realización. Un buen computador, una pantalla cómoda, una silla adecuada, libros de referencia, acceso a internet y bases de datos, a veces un poco de música [escucho algo de Carlos Nuño mientras escribo estas líneas], además de un poco de silencio y mucho tiempo son requeridos para trabajar la corrección de un texto.
  5. La corrección de estilo exige dominio técnico de las herramientas informáticas y de búsqueda de información. En nuestros días, el uso de la herramienta control de cambios no es opcional. El corrector debería ser capaz de utilizarla con los ojos cerrados: configurarla según sus necesidades, tener guías y claves para los autores, conocer varias versiones. Sucede lo mismo con otros recursos, como los buscadores de internet, los foros, los diccionarios en línea, las páginas especializadas.
  6. La corrección de estilo no se reduce ni a la gramática ni a la ortografía, pero sí empieza por ellas. La única manera de evitar el subjetivismo en la corrección es gozar de argumentos que aclaren y expliquen la razón de ser de las modificaciones introducidas y de las recomendaciones sugeridas a los autores. Un gran porcentaje de estas razones se encuentran en la gramática, entendida como la teoría de la estructura y funcionamiento de una lengua natural. Otro pertrecho del corrector es el dominio de la ortografía como conjunto prescriptivo y cambiante de reglas de escritura.
Con estas ideas en nuestro haber, podemos proceder a hablar sobre el corrector de estilo como lector.
¿Por qué es importante el corrector de estilo? Mi respuesta tiene un origen en una rama de la teoría lingüística: porque como usuario de su lengua, cada hablante o escribiente se cree representante de la norma. Especialmente si se trata de un escribiente de oficio, o sea, de alguien con alguna posición de autoridad social o intelectual. Cuanto más cerril sea esta creencia o autoconciencia del autor como norma, más difícil será que él se someta a la corrección de estilo. Esta identificación de la persona con la norma es uno de los pilares del argumento, casi rechazo, que dice que “el estilo de una persona no se corrige”.
Pongamos un caso, paráfrasis de un ejemplo que leí en algún libro de dialectología y que hoy me es imposible recuperar textualmente: una persona escucha a otra decir “Dígale que traigan los manteles que haiga”. Y otra que lo escucha reprende mentalmente: “que haya, señor”. Por cortesía, digamos, no somete a escarnio el yerro del hablante. Y el censor continúa así en su monólogo interno: “¿Es que no le enseñaron en casa cómo se habla? …”.
El lingüista de orientación dialectológica (o sea, que entiende que la lengua no es solo un sistema unitario de combinaciones impertérritas sino, sobre todo, un conjunto de normas históricas superpuestas con valor social) respondería: “¡Sí, sí le enseñaron a hablar en casa, allí le enseñaron que se decía ‘haiga’ y no ‘haya’!”. La norma, para el hablante, es “haiga”, y así está bien, punto. Hay que salir de ella para “extrañarla”, o sea, para interpretarla como una equivocación. Ahora, no falta quien diga que “haiga” sí “está bien dicho”, porque significa “automóvil muy grande y ostentoso”. Aquí no queda más que reír.
Volvamos al corrector. Él es importante porque su trabajo consiste en moverse por los entrepaños de las normas lingüísticas que rigen una comunidad de hablantes-escribientes con el fin de asegurar la comunicación entre sus miembros. Dicho esto, puede colegirse que el corrector no es la norma ni hace la norma: vela por que se cumpla, cualquiera que sea aquella a la que deba apelar.
Pongamos otro caso, más relacionado con la escritura, donde se observa el problema de encontrar la palabra precisa que asegure la comunicación. Lo tomo de una reflexión de Alberto Gómez Font sobre el llamado español internacional:
«El 8 de septiembre del 2004 llegó al Departamento de Español Urgente de la Agencia Efe una consulta de una redactora de la sección de información gráfica: estaba traduciendo un pie de foto del inglés y necesitaba una palabra equivalente a la española «chabola» que se pudiese entender en todos los países hispanohablantes.
Esa duda al redactar en español es la que más veces les surge a los periodistas de los grandes medios de comunicación internacionales en español cuando están escribiendo sus informaciones; se preguntan de vez en cuando si lo que están poniendo podrán entenderlo todos los hispanohablantes.
Una solución, la más inmediata, es buscar en las fuentes. En el Diccionario de Sinónimos de la Universidad de Oviedo, solo aparecen dos sinónimos: «casucha» y «chamizo». En el diccionario de sinónimos que está incluido en el procesador de textos Word, de Microsoft, hay algunos más: «choza», «chamizo», «cabaña», «tugurio», «antro», «cueva», «refugio», «cobijo», «barraca», «bohío», «casucha», «caseta», «casilla» y «garita». Catorce posibles sinónimos, aunque muchos de ellos no sirven para nombrar exactamente lo mismo.
En ninguno de los dos diccionarios consultados aparecen las dos palabras que, seguramente, son las más usadas en español de América para nombrar a ese tipo de infraviviendas: «rancho» y «favela». Sin embargo ambas aparecen en los mejores diccionarios de uso del español, y también en el de la Real Academia Española. En este último, al definir «favela», se indica que se usa en América y se remite a las definiciones de «barraca» y de «chabola».
Si se opta por usar «rancho» surge el problema de que, tanto en España como en algunos otros países, su significado no coincide con el que se precisa, y si se utiliza favela aparecerá la duda de si ese lusismo (préstamo del portugués) es ya conocido por todos los hablantes o, al menos, por la mayoría. En el Salvador, hay otra palabra para referirse a ese tipo de viviendas: «champa», y en la Argentina se conocen como «casilla» y sus agrupaciones son las «villas miseria».
En esa búsqueda hay que tener también en cuenta el quehacer de los organismos internacionales, y si se comienza por la ONU puede verse que en su United Nations Multilingual Terminology Database (UNTERM) han optado por la palabra «tugurio», que también es la que utilizan en el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), en el Banco Mundial, en la UNICEF, en el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y en el macrotesauro de la OCDE… Parece que esta vez, al menos para los medios de comunicación, no sirve el término de los organismos internacionales, pues «tugurio» tiene en español significados muy marcados y muy alejados del que se está buscando.
De la lista de los catorce sinónimos que proporciona Microsoft se puede elegir uno que quizás sea el más fácil de entender por todos los hispanos: «casucha», pues está formado con la raíz de «casa» («cas») y el sufijo diminutivo y despectivo «-ucha», lo que lleva a pensar, aunque no se use habitualmente esa palabra, en una casa pequeña y de baja calidad.
Y quizá lo mejor sea, como en muchos otros casos, olvidarse de encontrar una palabra común y aceptar que lo mejor muchas veces es recurrir a una perífrasis, que aquí sería «viviendas precarias»».
El corrector es un lector, una persona que lee mucho, en un sentido técnico y no ideológico, sociológico o cultural (“intelectualoide”). Recuerdo ahora las palabras de un amigo que cuando decía que era editor muchos le espetaban: “¡Ah, entonces eres una persona que lee bastante!”. “No”, decía él al principio, intentando separar su trabajo de sus lecturas personales. Pero renunció a hacer esa distinción y ahora acepta que la gente crea que lee bastante, cuando leer es solo su trabajo. “En realidad —me confiesa—, yo llego a mi casa a ver televisión”.
El corrector y el editor, pero sobre todo el corrector, lee todo el día: se le paga por eso, por leer. Ahora bien, podría decirse que su trabajo no consiste en eliminar todos los errores del texto (cualquiera que sea la noción de error que se maneje) sino en disminuir su porcentaje. Al fin y al cabo siempre habrá una falta que espera agazapada entre los renglones a que se imprima el libro para saltar ofensivamente a los ojos del autor, del editor jefe o del lector. Sin embargo, este es el punto: la lectura del corrector es una lectura de control de calidad lingüística.
El lector lee varias veces en varios niveles o dimensiones del texto: la lectura del original cuenta como una lectura integral de todos los planos lingüísticos y editoriales (ortotipografía, sintaxis, léxico, semántica, intertextualidad [citas]); la lectura de cotejo cuenta como una lectura de control (para asegurar que se hayan tenido en cuenta las observaciones de la primera lectura); la lectura de pruebas finales cuenta como una lectura de verificación (de criterios lingüísticos, pero también de criterios editoriales, como el manejo de gráficos, anexos, suplementos y su relación con el cuerpo del texto principal). En todas las ocasiones que lee, el corrector siempre pasa por el primer escalón de la ortografía (entendida como las reglas de escritura de las palabras, los números y los símbolos no alfabéticos de una lengua).
A diferencia del lector normal, o consumidor del producto editorial, el corrector no lee por placer, para matar el tiempo mientras el médico atiende a otro paciente, para responder el examen en la universidad, para enterarse de las noticias o para “formarse” o “ilustrarse” en un tema. Lee porque es su trabajo. Algo queda, por supuesto: un dato curioso [María Callas era obesa antes de ser una diva], una palabra extraña [rebota en mi mente desde hace varios días la palabra “manumitido”, que no recuerdo haber leído recientemente], una idea valiosa [Las guerras napoléonicas fueron el gatillo de las guerras de Independencia en Hispanoamérica, debido al acecho militar y a la amenaza política que representaron para la Corona Española luego de la Revolución Francesa, lo que supuso un debilitamiento de su poder sobre las colonias de ultramar], y una actitud de vigilia ante todo lo que sea letra y texto que se extiende más allá de lo que nos pagan.
Texto leído en la jornada «Lectura bajo los árboles»
Instituto Distrital de las Artes (Idartes)
Bogotá, 1° de septiembre de 2012
La cita de Alberto Gómez Font se encuentra en: «Los manuales de estilo en la agencias de prensa: el caso de la Agencia EFE».


Fuente: El presente texto pertenece a Jorge Luis Alvis Castro (Colombia).

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